He vuelto a encontrar un cuento interesante, esta vez de un tal Raven. Se me quitan las ganas de fundar una familia... ya me diréis que pensáis vosotros. Debe de ser la historia de Anna, la asistenta virtual de IKEA, que después de esto se hizo sueca XD.
Me desperté de un golpe, empapada en sudor. Apoyé mi mano sobre mi corazón: latía salvajemente. Respiré hondo, intentando tranquilizarme. En la oscuridad, logré divisar la cuna del bebé, y a mi marido durmiendo. Ronca. Me tranquilicé. "Sólo ha sido un sueño", pensé.
No había sido sólo un sueño. Era una pesadilla. Una pesadilla que no tenía desde hacía veinte años. Pero, ¿cómo olvidarla? Me aterrorizaba todas las noches a los ocho años, a los seis, aún antes a los cuatro. De pequeña, siempre tenía pesadillas. Odiaba el momento de irme a la cama porque sabía que volverían pronto. Y ver la luz del día era un alivio para mí, porque sabía que no había que dormir.
Andaba por unas escaleras sumidas en tinieblas, que subían, subían enternamente, y a ambos lados tenía un muro gris cubierto de hiedra que se movía con el viento. ¿de dónde salía el viento? Entonces oía crujidos, me giraba, y sólo tenía las escaleras que ya había subido. Tenía que subirlas eternamente, sin saber porqué, sabía que era mi destino subir esas escaleras. Como no había nada detrás de mi, volvía a subir las escaleras, algo molesta. Oía de nuevo un crujido, y me giraba aún más rápido, pero la niebla seguía impidiéndome ver algo. No volvía a oír ese sonido, pero al girarme y comenzar a subir notaba una mirada en la nuca, que se me clavaba como dos cuchillos. Al cabo de un rato que se me hacía eterno, oía un crujido, ¡éste más cerca que los otros dos! Y entonces echaba a correr. Pero las escalereras eran eternas, todas eran iguales, y tenía la impresión de no subir nada, se plegaban bajo mis pies, todo era eterno, y esa impresión de no avanzar me devoraba, me oprimía el corazón, me ahogaba. Me sofocaba en sueños. Esa eterna carrera de correr contra lo inevitable era terriblemente real y me agotaba tanto como si la hubiera corrido de verdad. Entonces, exhausta, caía sobre los escalones, que se me clavaban en la cara y me dolían como si fueran reales. Y me giraba y sólo estaban las tinieblas. Oía ruidos de pasos acercándose. Lentamente. La angustia estaba a punto de matarme. Para mi sorpresa, descubría que no podía moverme. Intentaba seguir corriendo, escapar, pero mi cuerpo no me obedecía y los pasos se acercaban más, y más... de repente paraban y aquellos segundos eran aún más insoportables que todo el sueño. Y durante un espacio que se me antojaban horas, no sucedía nada... hasta que algo sacaba su cabeza de la niebla ¡y me devoraba!
Dependiendo de la edad, era una cosa distinta. A los cuatro años, era un payaso con una sonrisa diabólica A los seis, un tiburón blanco de afilados colmillos. A los ocho fue un gigantesco dragón rojo. Luego, poco a poco, las pesadillas fueron desapareciendo, y dejé de temer las horas de sueño.
Apoyé la cabeza, confusa, sobre la almohada. ¿Porqué esas pesadillas volvían ahora, justo veinte años después? Mis reflexiones se vieron inmediatamente interrumpidas por los ronquidos de mi marido. Otra noche los hubiera tolerado, pero aquella en especial, me di cuenta de que los odiaba. Una especie de asco se apoderó de mí. Un hombre que hace ruido al dormir. Me di cuenta al instante de que eso no era propio de mí. Yo toleraba todo, era flexible, como los juncos, y justo aquella noche, todo cambió. De pronto, me daban arcadas dormir al lado de ese hombre. Me levanté de un salto, me puse una bata y salí de la habitación.
Pasé junto a la cuna del bebé. Otra noche me hubiera acercado a ver qué tal estaba. Aquella, pasé de largo.
Me fui a la cocina. Pasé frente al cuarto de mis hijos, algo mayores, y de reojo eché un vistazo. Él tenía mi cara, ella tenía la de mi marido. Dormían en silencio, y al verles la cara de repente me supo como si viera a los hijos de dos extraños. Me pareció primero que ellos eran ajenos a mi vida, que estaban fuera de lugar. Luego me miré y supe que era yo lo que sobraba en aquel sitio.
Mi confusión aumentaba por momentos. Encendí una pequeña luz en la cocina y me preparé una infusión. A mi madre le iba bien para volverse a dormir. Me había aconsejado que lo hiciera si algún día me pasaba. Hasta ahora, no lo había tenido que hacer nunca.
Me miré en el horno, que era de espejo. Mi cara estaba algo demacrada, pero aparte vi a una mujer completamente normal. ¿Esa soy yo? ¿Una chica normal?
Mi infancia fue como la de todo el mundo. Exactamente. El prototipo de infancia que debe tenerse. Fui una chica muy estudiosa. No fui nunca a discotecas ni fumé ni bebí, acepté todos los consejos de mi familia. Estudia, preocúpate de tu futuro. Y diviértete... con tus amigas.
Fui de las alumnas estrella del instituto, cogí una carrera de económicas, y cuando decían en mi familia: a ver si un día Ana nos da una sorpresa y nos trae un chico a casa, me casé. Y justo cuando me daban palmaditas en la espalda " a ver Ana que día nos haces abuelos" nació mi primer hijo. Y dos años después, justo cuando decían "Ana, no puedes dejar a Juan de hijo único" nació la niña. Y hacía dos meses que había nacido el último bebé. Mis negocios fueron bien, encontré trabajo en una empresa, y así continué hasta esa noche.
Ahora, justo ahora, me sentía como si hubiese despertado de un sueño. Repasaba mi vida, muy rápidamente, y sentía como si aquella fuera la biografía de otra persona.
Pensé ¿porqué hice todas esas cosas? Mi infancia la programaron mis padres, eso está claro, siempre pasa así. ¿Porqué cogí económicas? Pues porque... intenté recordar porqué elegí esa carrera. ¿Porque me aseguraba un buen futuro?... sí, ese era el mayor motivo. ¿Porqué me casé?... no me rompí la cabeza, sabía que no se podía dar una respuesta que no se sabe. ¿Porqué tuve hijos?... me quedé en blanco.
Porque me lo dijeron.
Mi cerebro había llegado a una conclusión exacta, a la verdadera razón de mi vida: hice todo esto porque me lo dijeron. Recuerdo que mi tío me hablaba maravillas de las matemáticas; era profesor. Fue una gran influencia, y por eso cogí economía. Mi padre dijo que así me aseguraba un empleo, y me felicitó por mi elección. ¿Porqué me casé? mi tía y mi madre me repetían una y otra vez en las cenas que no podía quedarme sola, que buscase alguien con quien compartir mi vida, y se reían entre ellas al pensar en el día que trajese un chico a casa. ¿Porqué tuve hijos? El matrimonio suele implicar hijos; mis padres me pedían nietos, mis primos me pidieron sobrinos, lo único que hice fue darles gusto.
De repente me asfixiaba. Me sentía encerrada, prisionera. Dependía de un trabajo que -no descubrí, pero reconocí finalmente - no me gustaba; estaba atada a unos niños que de repente se me aparecían como ajenos; y estaba unida a un hombre que roncaba. Aún había que pagar la casa, quedaban unos cuantos años, y luego seguiríamos aquí. Me descubrí en el ciclo de la vida: nacimiento, madurez, matrimonio, hijos, muerte. Y aquel ciclo me aplastaba, me hundía, el aburrimiento, el saber lo que me esperaba me ahogaban.
Aquella noche deseé morir antes que vivir la aburrida vida que el destino me brindaba. La vida de mis padres, de mis abuelos, de todo el mundo. Encerrarme en aquella vida lóbrega, aburrida, asfixiante. Sentí ganas de vomitar. Me atraganté con la infusión. Inspiré hondo, temblando, con ganas de llorar al ver mis propios pensamientos.
¿Yo no era una chica tolerante? ¿Yo no quería acaso a mis hijos? ¿No amaba a mi marido? ¿No admiraba a mi familia? ¿No era una chica inteligente y matemática? ¿Porqué se me ocurrían de repente estos pensamientos tan horribles?
Lo mejor era esperar a mañana, que sería otro día y pensaría con más claridad.
Y al momento de pensar aquello me vino a la mente el madrugón, el desayuno, los niños peleando, mi marido que se va, me quedo con el bebé... imaginé los madrugones del resto de días, preparando desayunos para cuatro, cogiendo el coche, pillando atasco, frente al ordenador todo el día, volver a casa, comer, siesta, los niños, cena, dormir, madrugón al día siguiente... Y sentí que me sofocaba. ¿Elegí yo esta vida?¿Quería esta vida?
Miré la infusión. Uno de los muchos consejos de mi madre. Y gracias a sus "consejos"... ¿dónde había ido yo a parar? Me dirigí furiosa hacia la terraza y vacié de un golpe furioso la infusión sobre las plantas. Me apoyé en la pared de ladrillo, fría. Era noche cerrada y no se veía nada. Entonces las lágrimas salieron, y me quedé mirando las farolas de la calle.
Hay gente que desearía mi vida, pensé. Hay vidas peores. Pero esta vida que tenía ante mis ojos era tan aburrida... ¿qué cosas nuevas podían pasar? ¿Un viaje? Los viajes son efímeros. ¿Una oportunidad? todas las oportunidades que había tenido de cambiar habían pasado bajo mis narices y no las cogí. Estaba tensa, deprimida, no siempre es agradable saber el futuro. Mi futuro se me aparecía ante mí, tan tangible que si hubiera extendido la mano lo hubiera tocado.
Con la vuelta de las pesadillas, todo había cambiado en mí. Mi vida me daba asco, mis conocidos me repelían, todo lo que me rodeaba se me antojaba asquerosamente familiar. Cerré los ojos con fuerza. Me mareaba.
Como el sueño había prácticamente desaparecido y comenzaba a tener frío, entré en casa. Me senté en el sofá, a pensar. Qué podía hacer ahora con mi vida.
Miré de nuevo el salón y ya supe qué tipo de escenas se desarrollarían allí. Las cenas, las siestas, la aburrida rutina de todos los días, las fiestas, el trabajo que haría encima de la mesa... hice una mueca de asco. Mi futuro me perseguía por todos los rincones de aquella casa. Miré el techo, aspirando aire. ¿qué me gustaría hacer?
¡Cosas que jamás haya hecho antes! Mi imaginación se disparó. Jamás había llevado un vestido negro. Jamás me había maquillado. Me decían que era demasiado joven para maquillarme. Fruncí el ceño. Toda mi vida, me dije, ha sido un intento por satisfacer a los demás. ¿Qué he hecho yo por mí? ¡Se acabó entonces lo de hacer caso a los demás! Jamás había comido en un restaurante vietnamita. Eso sonaba a exótico. Que más, que más... ¡Viajaría mucho! Mi luna de miel fue en las islas canarias. Jamás había salido del país. Quería ver... ¡Venecia! ¡París! aquellas ciudades que venían en las agencias de viajes y que no miraba porque me recordaban que había todo un universo detrás de los cuatro muros de mi hogar.¡Esa era la antigua Ana!¡La nueva Ana se comía el mundo con los ojos! Recordé mi antigua ropa. Demasiado formal. Si pillaba un centro comercial, lo iba a vaciar.
Me fui corriendo a mi cuarto, cogí una maleta, la llené en silencio, con una decisión que yo nunca tuve, y salí de allí. Me vestí en el cuarto de baño, cogí mis trastos. Chasqueé la lengua. Iba a comprarme unas medias de encaje. Negras. Botas altas. Una gabardina que rozase el suelo. Lo que llevaban todas las modelos de las revistas que yo miraba con envidia y miedo.Y me iba a rizar el pelo. Y me lo iba a tintar. El rojo más intenso que tuvieran. Ya no tenía miedo. El miedo a lo desconocido se desvaneció aquella noche, junto con la pesadilla, y muchas cosas más.
La nueva Ana cogió dinero de la cartera de su marido, cruzó el pasillo sin mirar a los niños que dormían, cogió una botella de agua y salió sin hacer ruido. Iba a contemplar su ciudad por la noche. Y luego iba a comenzar su metamorfosis. Mientras bajaba sintió que empezaba de nuevo su vida, que era lo único que le quedaba. ¿Pues qué tenía que fuera verdaderamente suyo?Sus pesadillas, y su vida, que era lo más importante.